martes, 28 de junio de 2016

Lectura dramatizada de la obra El viejo celoso de D. Miguel de Cervantes y Saavedra.



El próximo viernes, día 1 de Julio, a las 21 horas y en el Salón de Actos de la Hermandad del Rocío de esta localidad, el Grupo de Teatro del Ateneo de Sanlúcar llevará a cabo la lectura dramatizada de la obra El viejo celoso de D. Miguel de Cervantes y Saavedra.

La entrada será gratuita hasta completar el aforo establecido.

Se ruega la máxima puntualidad dadas las características del evento...






sábado, 25 de junio de 2016

No soy una mujer sentimental de Andrés Morales Rotger.- Narración ganadora de la XXV edición del Premio de Relatos Cortos del Ateneo de Sanlúcar.



No soy una mujer sentimental
Andrés Morales Rotger

Narración ganadora de la XXV edición del Premio de Relatos Cortos del Ateneo de Sanlúcar.




      El Rector Magnífico de la Nueva Complutense en representación de la Ministra de Cultura, Gustavo Adolfo Bécquer y su busto somnoliento, el Ilustrísimo Sr. Decano de La Facultad de Filosofía, una réplica del retrato de Alfonso X el Sabio con todo y sus tablas astronómicas, la musa Erato, amabilísima precursora del amor y el desenfreno, y Gabriel del Valle, con sus cuatro años de cátedro de Poesía Romántica, cuarenta y cuatro de edad y acusada calvicie, fueron capturados sin clemencia por tarjetas clase 6 de un racimo de ópticas digitales. Sobre un formidable tablero de cedro descansan suficientes micros, un monitor por cada miembro del tribunal y las palmas del selecto claustro calificador abiertas sobre la mesa. La doctoranda asciende los cinco escalones del encerado, se abre paso entre saludos y cumplidos, y recibe la borla y el grado de doctor summa cum laude con la más distraída indiferencia. Y es que bien mirado tanta fiesta me deja fría.

      Atruenan los aplausos. Inmersa en la indolencia acepta de mala gana elogios y distinciones en nombre de la poesía femenina del 2015 y demás dibujos, como si no hiciera décadas que nuestras rimas superaron de largo la lírica masculina. Del acto guarda memoria un caos de testimonios gráficos en toda clase de soportes, almacenados tras setenta minutos de exposición detallada sobre la vida y obra de Leandra Luz, laureada poetisa del siglo XIX cuyo cadáver fuera hallado en extrañas circunstancias en un campo de cruces y lápidas. Ilustra la brillante tesis sobre la vida y muerte de Leandra un enjambre de imágenes donde se percibe el acomodaticio descaro de la oradora y la hiperestesia compulsiva del profesor Gabriel del Valle, tutor de tesis de la jovencísima ponente.

      Aun así, y a pesar de la ingente información gráfica recogida durante la lectura y el selecto vino español, nadie pudo determinar con exactitud cuándo fue que la recién recibida doctora abandonó la gala, ni por qué ni con quién se ausentaba. Ni cómo fue que el profesor Gabriel del Valle anduviera en su búsqueda durante un día entero con sus horas, antes de denunciar su desaparición.

      Adonde primero acudió Gabriel fue al hotelito de la villa donde se hospedaban. Lo de registrarse en ese hotel fue precisamente idea de ella, de esa joven inconformista de pelo azul y piercing en cejas y otros lugares por catalogar. Fue su pupila quien se encaprichó con la «suite romántica», pieza del siglo XIX que un día ocupara Leandra Luz, la poetisa objeto de su tesis doctoral. Pero de la joven doctora, ni noticia; lo siento. No, el recepcionista no la ha visto desde que cruzara el hall para acudir a la Complutense esta mañana, muy temprano, con el equipo de limpieza aún por medio. El encargado de recepción le transfiere una mirada servicial a Gabriel, y Gabriel suspira aliviado porque le aseguran que su equipaje descansa en la suite romántica. O sea: que no ha huido.

      —Pierda cuidado el señor —el gesto seco; muy tieso tras unos ojos que no parpadean—, los efectos de la señorita quedaron en la suite.

      De hecho, aquella víspera, la víspera de la presentación de la tesis, pupila y profesor estuvieron ultimando detalles y apuntalando el énfasis que convenía en cada tiempo de la lectura. Durante un rato corto, eso sí; pero convincentemente aplicados en diversos aspectos del romanticismo decimonónico español. Esclarecían conceptos relativos al cómo y al porqué le dedicó Leandra su poemario a una muchacha que habría de nacer en los albores del siglo XXI cuando, en algún momento, al tutor le distrajo un encaje tatuado en el delgadísimo muslo de la joven. El dibujo de una cenefa floral bordada en chantilly negro, irreal como ella, con poderes para provocar a Gabriel algo distinto cada segundo. Una liga tatuada y una pierna desnuda. Una mujer siempre dispuesta a desvestirse a acostarse a saltar de la cama sin ropa. A mostrarse con esa colección de metales que tomaban vida en su piel; esos piercing cuyo inventario elaboró un día el profesor del Valle, sin demasiado éxito. Siempre preparada para un amor más visceral que apasionado; absolutamente ciega a los sentimientos ajenos. Tal vez por ello, su director de tesis no interpretó que todo en ella sublimaba un final evidente. Un final acorde con el final de Leandra Luz y su carga de romanticismo. Me identifico al cienporcien con ella, Gabriel, no sé si me entiendes. Que cualquier detalle formaba parte de una despedida anunciada a voces. Follar con Gabriel, abrazar a Gabriel, acariciar a Gabriel. Despertar junto a Gabriel y redactar una nota precipitada: No soy una mujer sentimental.

      El jefe de estudios se quita las gafas y presiona sobre las cuencas de los ojos. Relee la nota que esta mañana pasara por alto y que ahora tanto le inquieta. No le convence. Su primera lección fue enseñarle a leer la mente como paso previo para leer poesía. No, no me gusta. No me encajan las cinco palabras que ha escrito. Las mejillas contraídas por lo que interpreta entre líneas. Del Valle cree conocer bien a la chica de los nueve piercing. Conoce el extravagante ambiente donde suele moverse, los modales de mujer permanentemente enojada, la perfección fotográfica de su memoria, lo de su adicción al tabaco turco, al kick-boxing y a los largos silencios. Y conoce su acalorada defensa al modo en que Leandra Luz trató a su protegida antes de quitarse la vida. El profesor Gabriel del Valle sabe de ella desde una tarde de lluvia que casi la atropella en un paso de peatones. Una desconocida que se le tiró encima, aporreó el capó y exigió que le abriera la puerta.

      —¡¿Circulas sin frenos, tío?! —Se le sentó al lado ensopada en lluvia. Una muchacha de aspecto oscuro y pelo pintado de azul; motera de cuero con hombreras y pantalón aventura reforzado. Pero ni en los inexpugnables pantalones ni en las Doc Martens que calzaba repararía nunca el profesor del Valle, anonadado por ver cómo discurría en milésimas de segundo su futuro inmediato.

      —Por los créditos. —Encendió un cigarrillo y se limitó a fumar el resto del trayecto a la Facultad, absolutamente abstraída. La sombra ahumada de los ojos apenas si se intuye entre espirales grises. Excesivo humo enroscado en la cara—. Me he apuntado a tu seminario, por los créditos; ¿me explico? Y por meterme en la obra de Leandra Luz y descifrar por qué le dedicó su poemario a una joven que no había nacido aún, que no habitaba sino en la inspiración de sus rimas, estando como estaba viviendo un cuento de hadas con una chica real, de carne y hueso. Su poemario NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD. Es algo que no me cabe en la cabeza.

      Así que aquel era el despacho del profesor del Valle. Anaqueles, una mesa de trabajo, otra de despacho, un HP DUAL CORE de sobremesa, ratón, teclado e impresora. Y bien, ¿cómo se le echaba la llave a la oficina? La joven del pelo azul atrancó con doble vuelta la puerta, aplastó un cigarrillo sin encender y se acopló a él entre una LÁSER MONOCROMO y el archivador de seis cuerpos donde Gabriel del Valle clasificaba los expedientes.

      —Me tendrás que ayudar. —Para cuando los pantalones reforzados alcanzaron la cintura de la muchacha azul, el hombre aún andaba entre la alucinación del orgasmo y el recuento de los piercing que horadaban las cejas, orejas, lengua, nariz, pezones, ombligo y talante de la nueva alumna.

      De una sola tacada, la muchacha de los nueve piercing se sacaba los créditos y se adentraba en la tesis doctoral. Bajo la tutoría de Gabriel del Valle o de forma autodidacta las más de las veces, la recién licenciada se aplicó en confeccionar el cuerpo de una tesis doctoral impecable. Obra de Leandra Luz y el amor por una joven que sólo vivió en la imaginación de sus versos. Sin aparente esfuerzo, la muchacha que en un futuro no lejano se definiría como una mujer romántica, pero en absoluto sentimental, desmontó anaqueles, reunió legajos, revisó ediciones definitivamente descatalogadas y se sumergió en la red hasta agotar al límite la profundidad de la banda ancha. Reinventó la vida y obra de Leandra Luz, la más romántica de las románticas poetisas del siglo XIX.

      —La poesía me disuelve la libido —el hecho de prender un cigarrillo le inspira un realismo incontestable. Siente el calor de la lumbre en una parcela de piel sin tatuaje y rompe a hablar sin rodeos—; en cambio Leandra Luz me pone.

      Pero en cuanto el alba se desprende de la noche, ella retorna a la terquedad del silencio y al estudio ordenado y aséptico. Devora cualquier información a su paso. Tal vez con ayudas prohibidas. La traiciona algún destello testimonial de coca en los ojos; aunque no es lo suyo. Lo suyo es el tabaco y nunca permitirá que el polvo blanco decida por ella. Lía un cigarrillo y lo lame. Le obsesiona el tabaco turco. La enloquecen los cigarrillos, los trenes, la última versión de cualquier software y la lírica romántica de Leandra Luz. A morir, me pongo a morir. Me recuerda a una profesora de piano de quien estuve enamorada desde niña. Cuando leo NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD siento que se me cae la ropa. Recito sus poemas y me veo viajando entre tinieblas por tiempo indefinido. En trenes con piel de carbón y fanales de luz polvorienta. La aún licenciada en literatura del siglo XIX se ha apeado del cercanías con el único propósito de caminar por la ribera. Lívida. Blanca como la última bandera de la paz. Maquillada para resaltar la palidez del rostro, lápiz de labios rojonegro, calcetines también a rayas, verdes y negros, piernas estrechas y alargadas como sombras. Al parecer, sólo el sexo le alivia de la ansiedad del ayuno. Porque nada me sabe mejor que verme delgada. Y a escasos pasos, Gabriel del Valle, sherpa contratado para acarrear con la ropa, la mochila del portátil y todo el mal disimulado deseo que le desfila por dentro.

      —Camino sobre sus huellas —se diría que la joven reconoce al centímetro las marcas de Luz en el limo de la orilla—, me consta que Leandra se bañaba aquí. Justo aquí.

      Se diría que también intuye el rastro que Leandra Luz dejara en el agua. El profesor, sin embargo, no llega a ver más allá del tobillo fino, los fibrosos gemelos y el tatuaje de una liga en la estrechez del muslo. Hacia el remanso descienden dos o tres huellas de gato montés tatuadas en la cintura, las lágrimas de sangre que vierte un ángel sobre el pecho izquierdo, y una pequeña hada gótica a un lado de la espalda, muerta de frío y miedo. Hunde ambos brazos en las aguas estancadas. Prolonga hacia delante un brazo en cuya cara interna se lee, nos amaremos en la eternidad, una frase que da nombre al poemario de Leandra y que obsesiona a la joven estudiante hasta el delirio.

      —Le debo una ofrenda al río —en ese lugar de la orilla aún hace pie. Se afirma en el fondo y con los brazos en alto se suelta del pelo un pasador que soporta una araña. Con una mano se moja la nuca y su rosario de vértebras. El cabello es un abanico de tela azul. Con la mano libre libera el alfiler de seguridad del broche—. Le debo un voto de sangre a Leandra.

      Se hará una incisión rápida valiéndose de la araña. De izquierda a derecha, sobre la arteria radial. Luego un segundo y tercer corte, muy lentamente, mientras recita alguna composición de Leandra Luz. Ahí tiene la poetisa su sangre hecha río, por los siglos de los siglos. Las primeras flores engastan en la conciencia del agua el color y el sabor de la sangre. Rojos de coral que la corriente se lleva sin oponer resistencia. Bermellones, púrpuras, encarnados, menstrual, carmesí. Los colores del agua enredados en el cristal frío del río, en los saltos del agua entre las rocas, en los guiños de una fuente de cuatro caños en el centro de una plaza. Rayos de sol.

      —¿Sabes que creo? —rayos de sol que la persiguen entre pórticos y se depositan sobre su cuerpo—. Que Leandra me imaginaba a mí cuando escribió NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD; su poemario más romántico.

      La plaza llena de sol. Y a un paso, él. Y en la distancia, la estela de rostros estupefactos que ella deja. Les hipnotiza el lustre del cuero, el metal que le traspasa la piel, su paso estirado para evitar el roce del aire. Cuando el sol comienza a cegarla se refugia en la palidez de una sombra. En aquella terraza, en aquella mesa.

      —Esa mesa me vale —Gabriel del Valle asiente. Se apoca. Ella es única y eso le intimida—; para mí agua caliente con limón natural. Una rodaja. —bajo el velador palpitan un pantalón aventura, ajado a pesar del refuerzo. La muchacha busca tabaco en los bolsillos de la pernera. Conoce el final del amor: siempre acaba por desmigarse. También reconoce su total carencia de síntomas emocionales; soy incapaz de amar, me lo han repetido mil veces. Que no he venido al mundo para nadie en concreto. Inclina la cabeza para encender el cigarrillo. En cualquier caso, aunque no sabe cuándo, presiente que está próxima la mañana en que escriba una nota y se despedía de él. De ese hombre. Contempla abstraída el humo que expulsa. Su humo frente a ella. En cuanto me sea prescindible lo saco de mi vida. El día que lea la tesis doctoral, por ejemplo. En la confusión del acto.

      Con un gesto brusco se desengancha de la mirada del tutor. Evita cualquier tipo de contacto ocular con ese hombre que aparta a manotazos el humo, que hace mucho dejó de fumar; un hombre muy lejos aún de desarbolarla. Abre los párpados y sólo ve una colilla aplastada en el cenicero. El agua con limón todavía quema; pero ella se apresura a tragarla para hablar. Para levantarse.

      —Nos vamos —a una señal de la futura doctora, el camarero se apresura con el platito de la nota. Deja caer algunos euros y toda su afilada indiferencia; paga ella. Dice conocer un lugar absolutamente romántico; manda ella—: me apetece acompañarte al campo de los poetas, Gabriel.

      Seis días antes de la lectura de la tesis doctoral. Casi una semana antes de que decida sacar de su vida al profesor; de redactar con tinta, plumilla y caligrafía gótica una nota de despedida. Un domingo de un noviembre sembrado de ciclámenes. En aquella villa alejada de la Nueva Complutense, una mujer con andares de elegida da la espalda a un hombre acartonado. Las sombras y el silencio se desplazan sobre la tapia del cementerio. Un muro alto, enjalbegado de luz blanca y acolchado de trepadoras que cuelgan como lágrimas. A la vuelta de la tapia prohibida, una verja de forja negra abrocha los viejos muros. 

      —Fue como un eco entre sueños. Lea me previno: no te permitirán pasar —sujeto al enrejado, un cartel informa que el acceso al camposanto debe tramitarse en la alcaldía. La muchacha lee el aviso y le dedica un puño fálico al consistorio. Está convencida que tras los barrotes hay una lápida y una mujer y un libro de poemas para ella. NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD. Aparta su frustración con un manotazo en el aire y media sonrisa de piedra—. Pásame el mechero, haz el favor.

      —¿Por qué hay tanto reproche en tus ojos? —La postura de diosa lastimada le golpea al profesor del Valle en el rostro. Otro más de los impermeables mutismos de aquella mujer sin respuestas para el amor. Por lo normal, la chica que surgió de la lluvia, que le golpeó el coche, que se enroló con él en una tesis romántica, que le reinventó la vida con caballo, humo y sexo, se maneja muy mal cuando no controla al cien por cien la situación. Ante el contratiempo de encontrarse ante el acceso cerrado del camposanto. La chica que un día echará a correr después de emborronar un mensaje, evita mirar a su tutor. Le niega los ojos, le niega el roce de su piel, y le responde a todo que sí para pensar en otra cosa mientras él le habla. Y todo por otra mujer, se lamenta en su fuero interno del Valle. Que una extraña de otro siglo le inspire a su oveja negra una tesis doctoral, no le entra en la cabeza. Una auténtica oveja negra que se ha venido a vivir a un planeta equivocado. A Gabriel del Valle le urge el alivio protector de la bebida. Necesita un trago. Incluso se plantea meterse sustancias más intensas. Y aun fumar, si con ello logra enredarse en el humo de la becaria. Le apremia reencontrarse con la chica de la verja de forja negra. Fundirse con ella en la moqueta del hotel después de secar la botella, a ver si de una vez le deja calcar el mapamundi de sus piercing. A intentar entre ambos que el sexo se haga amor y luego sexo y otra vez amor y otra vez sexo.

      Sobre la moqueta de la habitación reposa al menos una de las Doc Martens con fango del cementerio. Por algún lugar, el iPod y un pantalón reforzado. La chupa motera la sostiene sobre el hombro la chica de la nota, sólo para demostrar que hubo tramos del día que anduvo vestida. En la mesita hay un portátil permanentemente conectado vía wi-fi, tabaco turco, dos o tres cajetillas sin estrenar, otras sustancias tóxicas y un taco con el membrete del hotel. Y de espaldas al cobertor, un profesor de poesía que se debate prisionero entre los muslos de una muchacha, aguardando el indulto de un orgasmo. Sin noticias de la bota desparejada.

      —Los poetas somos mariposas nocturnas que buscamos la luz, Gabriel —los cambios en la percepción del tiempo y el desbloqueo de recuerdos reprimidos inducen a la muchacha del cabello azul a un estado lisérgico—: ¿buscamos la luz, no es cierto?

      Al día siguiente de volverse loca, la muchacha que hoy leerá su tesis doctoral descorre lentamente los párpados al contraluz gris de la mañana. Demasiada fruta prohibida en un abrazo sin espacios. Le toma un tiempo orientarse. Apoya la frente en la ventana. Nieva. Diminutas estrellas de nieve flotan en el aliento del invierno. El contacto frío del cristal acaba por apearla del sueño. Tropieza con un objeto negro. Una bota. Deambula mojada por la suite. Entra y sale de la ducha y recorre la habitación sin cubrirse, regando agua como el día que conoció a del Valle. Trata de encontrar sus cosas, la ropa que fue aventando anoche. El iPod, la minilencería satánica, el tálamo nupcial en su versión más impura, el sujetador por el suelo entre un revoltijo de cosas. Recoge la ropa y se cambia frente a él, a ver si tiene coraje para despertar y disfrutarla. Porque Gabriel se hace el dormido. Hace como quien se refugia en las grietas del sueño; pero está despierto. La verdad es que me hace gracia lo pasmado que es. Sus inseguridades conmigo. Cualquiera diría que lo forcé. Que lo forzara. Lo acogió, sí, en la humedad de su vientre, lo recorrió con las manos, lo envolvió con la boca; pero anoche en ningún momento lo forzó. Y hoy tengo que dejarte, Gabriel.

      La muchacha de los nueve piercing se echa el ordenador a la espalda y un cigarrillo a los labios. En la mesita hay una lámpara auxiliar, un rimero de colillas, restos de sustancias tóxicas, un bloc timbrado cortesía del hotel, un vaso largo y vacío. Tengo que irme ya. Quiero encerrarme en la biblioteca a echarle un último vistazo a mi manuscrito. Aun la escasa luz se distingue suficientemente el cuerpo inerte del cátedro, sus deseos apagados, la boca vacía de besos. Pegados a la almohada, las palabras y las risas y los jadeos de ayer. El rastro de unos dedos, su olor. Se va sin despedirse. Se arrepiente. Me arrepiento. Retrocedo hasta la mesa de luz y cojo el bloc. Escribo con la espalda apoyada en la cama, sentada en la moqueta. Pienso: no soy una sentimental. Y escribo: No soy una mujer sentimental. Procuro esforzarme con los caracteres góticos. Pienso: el amor me agota. Y escribo: Y el amor me agota demasiado. Busca un espacio despejado donde depositar la nota. Se aleja de la cama, del cuerpo del profesor.

      El recepcionista la ve apearse a golpe de cadera del romántico ascensor labrado en madera de nogal. PLANTA BAJA. Las púas azules, cortas, acabadas de salir del baño. Encara la salida. La acompaña el resplandor del cigarrillo escribiendo rimas de humo en el aire del hall. Empuja la puerta giratoria con el codo. Gana la acera y se adorna caminado por el encintado del paseo, al borde de perder pie. Nevisca mansamente. Una nieve que arrastra consigo esa luminiscencia sobrenatural que se adhiere a los copos. Y hacia donde el bulevar desaparece, la luz que toma cuerpo y comienzan a formarse los primeros azules en el cielo.

      La joven del cabello azul se ha plantado sobre el sudario blanco de la calzada, las manos en alto. Las manos contra la luna del cristal, las manos sobre el salpicadero del coche desconocido. Las manos de una mujer hecha de cuero y nieve.

      —Acércame al centro —ésta es su particular forma de desplazarse. Sin bicicleta, sin moto, sin necesidad de transporte público, sin peajes: abordando un coche y sacudiéndose como un san bernardo recién salido de un alud—; necesito un litro de café.

      Ordenó una ensalada especial de la casa y dos cafés, muy cargados y largos. Puede que el propietario del vehículo almorzara con la joven de la nota. Incluso pudo darse el caso de que se brindara también a acercarla hasta la Nueva Complutense. Comoquiera que sea, ocho horas después de abandonar al profesor del Valle, la doctoranda finalizaba la lectura de su tesis. Una palabra tras otra puestas sobre románticas cuartillas de papel de barba, en equilibrado desorden. Bebe agua, se aclara la garganta, coge aire y concluye la lectura, respetando hasta la última coma.

      Atruenan los aplausos.

      Inmersa en la indolencia más absoluta acepta de mala gana la borla y la toga. Acepto el grado de doctor summa cum laude y acepto todas sus músicas en nombre de la poesía femenina del 2015, como si no hiciera décadas que nuestras rimas superaron de largo la lírica masculina, digo yo. De su exposición sobre la vida y obra de Leandra Luz guardan memoria toda clase de soportes digitales, entre cuyo enjambre de colores se percibe el acomodaticio descaro de la oradora y la hiperestesia compulsiva del profesor del Valle (cuatro años de cátedro de Poesía Romántica, cuarenta y cuatro de edad, expresión alunada y mirada clavada en ninguna parte), tutor y mentor de la tesis. La jovencísima doctora se abre paso entre saludos y cumplidos y desciende los cinco escalones del encerado con la más distraída indiferencia. Otros cinco minutos más tarde, amparada en la confusión del selecto vino que se ofreció acto seguido, la doctora entraba en fuga y lograba evadir los ojos vacíos de Gabriel del Valle y la atención de algunas miradas curiosas. Y al cabo de cinco horas después, una muchacha de aspecto oscuro y cuero negro camina de noche hasta reconocer un río, y después un bosque, y después un camino que cerca la tapia de los poetas suicidas. De ahora en adelante ya no sería más la intrépida rebelde, ni la adicta de los nueve piercing, ni la doctora en poesía romántica del XIX. Es sólo un par Doc Martens en dirección a la verja del camposanto. Una mujer en la madrugada blanca del cementerio, frente a una cancela cuyo llavín debe solicitarse en la alcaldía, y una cerca por escalar.

      Elige un claro entre las trepadoras que abrigan la cerca. Toma carrera en dirección al muro. Coge impulso, apoya un pie contra el enjalbegado de la tapia y con los brazos extendidos alcanza la nieve acumulada en lo alto. Del otro lado de la cerca, la nieve cruje bajo unos pasos que buscan a Leandra Luz. Que ansían reencontrarse con la poesía que compuso para ella, que recitó para ella, que ella le inspiró. La chica que escribiera una nota sentada en la moqueta, con la espalda apoyada en la cama, camina ahora sobre las huellas de una poetisa que vivió mediado el siglo XIX; con la brisa de noviembre esculpiéndole el cuerpo. Puede que sobre el milímetro exacto donde pusiera Luz un pie tras otro, hasta el borde de la losa sepulcral.

      1990-2015; NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD.

      Arrastra los dedos por el granito negro, salpicado de espejuelos de mica y plomo. 1990-2015; siempre le llamó la atención la coincidencia de fechas. También ella había nacido en 1990, como la supuesta mujer del epitafio. Y hoy era noviembre nueve. Casualmente, noviembre de 2015. Pero casualidad o no, pretender identificarse con una poetisa muerta tantos años atrás es síntoma evidente de locura. Como es de locos mostrarle a la nieve las huellas de un gato montés en la cintura, las lágrimas de sangre de un ángel sobre el pecho izquierdo, y la pequeña hada gótica en mi espalda, tiritando de frío y pánico. Pero hay que estar desnuda para conversar de tú a tú con la muerte. Vacío los bolsillos y prolongo hacia el corazón de las estrellas mis brazos. Nos amaremos en la eternidad, palabras, signos, cenizas de una voz. El título tatuado de los sonetos de mi amor cuyo libro me obsesiona hasta el delirio.

      Una mujer desnuda en un campo de cruces es una de las imágenes más alejadas de la realidad que existen. El piercing en el arco de la ceja, media nariz, media boca. El azul silencioso de los cabellos. Y Leandra la ve. Tendida sobre doscientos cincuenta kilogramos de piedra, dispuesta a dejarse poseer, impregnar, arrastrar, violar, romper. Intensamente obscena sobre una losa. Juro que ahora me ve. Que Leandra me ve desde el otro lado de la muerte; desde más allá del planeta. Me ve de espaldas o de medio lado, apuntalada sobre un codo como las antiguas cortesanas, con la vista puesta en otra dimensión. En el camposanto de los poetas suicidas, tendida sobre una lápida de nieve, junto a mis sustancias tóxicas. Al cabo será el polvo blanco quien decida cuándo voy a morir. Leandra lo ve. Leandra lo sabe. Leandra me ve desnuda, ve mi ansiedad, ve mis pensamientos.

      Desciende de la nada y me besa. Besa mi lápiz de labios rojonegro. Se tiende a mi lado y aprieta su costado contra el mío. Leandra es un imán que tira de mí. Me rodea con la incorpórea levedad de su brazo y me guía entre tinieblas hacia tiempos desconocidos. Es el abrazo de la eternidad, de la dicha infinita. Es la muerte que ya viene por la jovencísima doctora, por la muchacha de los nueve piercing, por la chica del brazo tatuado con trazos góticos. Porque enamorarse significa convocar a la muerte. Ceder a la insistente tentación del apacible parpadeo de la noche. A la luz blanca que la emborrona; que cae sobre su pelo azul. Que ocupa el campo de cruces y lápidas, sus mil años de silencio, y todo el perímetro que rodea la tapia enjalbegada. 

      La última chispa de pensamiento es para Leandra Luz. Antes de pasar al plano astral reconoce el beso de dos almas. Tengo quien me espera tras la puerta de una realidad diferente. La joven que escribía apoyada en una cama piensa en Leandra Luz antes de someterse a esa luminosidad que comienza ya a envolverla.


lunes, 20 de junio de 2016

Conferencia de J. J. Benítez: Un gran éxito de organización y público.



La conferencia que  Juan José Benítez nos impartió el pasado sábado, resultó un gran éxito de organización y asistencia;  público sanluqueño y otras localidades, de un radio superior al centenar de kilómetros, se dieron cita, llenándolo, en el salón de actos que la bodega de Herederos de Argüeso (nuestra gratitud por su incansable apoyo a Bodegas Yuste) tiene en la calle Mar, para poder escuchar las opiniones y reflexiones de este famoso y popular escritor y periodista....

Al final de su disertación se produjo un animadísimo coloquio que hubo que acotar dado que se estaba convirtiendo en casi interminable y las horas iban pasando sin sentir... Acto seguido, y de forma espontánea se formó una gran hilera de lectores aficionados, que cargados con volúmenes del autor, buscaban las dedicatorias y firmas por parte de su escritor preferido, así como llevarse un recuerdo gráfico con él, a lo que el señor Benítez iba accediendo sin mostrar ningún tipo de contrariedad o impaciencia, sino todo lo contrario... El Ateneo y la Bodega agasajaron a los asistentes con un inestimable y oportuno refrigerio, regado con fresca y aromática manzanilla de la casa, que reponía fuerzas y daba animación a grupos y corrillos donde se intercambiaban opiniones y experiencias en improvisadas e interesantes tertulias...

Por nuestra parte sólo nos queda agradecer a J.J. Benítez el detalle tenido con el Ateneo de Sanlúcar al haber atendido nuestra invitación y a nuestra intrépida ateneísta Liana Romero Vaughn, gran amiga de Juan José Benítez, por haber facilitado todos los contactos que fueron necesarios para llevar a buen fin esta importante cita... Por último, y no menos importante, nuestro más sincero reconocimiento a todo el equipo de la Delegación de Cultura del Excmo. Ayuntamiento y a los componentes de la Librería Forum, que, cada uno en su campo, contribuyeron de forma decisiva al éxito logístico del evento...


LuisFRey.
















jueves, 9 de junio de 2016

El Ateneo en Sevilla. Miércoles 8 de Junio de 2016.



El pasado miércoles, 8 de Junio, el Ateneo de Sanlúcar volvió a rendir jornada cultural a la capital hispalense... El principal motivo de esta excursión radicaba en la visita a la exposición temporal: Francisco Pacheco. Teórico, artista, maestro, en el Museo de Bellas Artes. Brillante exhibición del arte de nuestro paisano en una completa muestra que será bastante difícil repetir...






Continuamos con la estupenda exposición de fotografías: El impacto de lo viejo. Una mirada al pasado desde lo contemporáneo... Todo el material correspondiente a los fondos de la Fundación Cajasol, organizadora del evento...





Finalizamos la mañana en las instalaciones del Círculo Mercantil, en la calle Sierpes...





Desde allí nos encaminamos hacia la Plaza de la Encarnación a fin de reponer fuerzas, refrescarnos e intercambiar comentarios y experiencias...




Una vez hubimos terminado la grata y animada sobremesa, pusimos rumbo hacia nuestra última visita: el Palacio de los Duques de Alba, La Casa de Las Dueñas...



Tranquilamente deambulamos por múltiples dependencias, salas, jardines y patios que albergan una enorme variedad de recuerdos y magníficas obras de arte de todo tipo y manufactura... 

Con esto finalizo nuestra magnífica excursión, rindiendo viaje, de nuevo en Sanlúcar, sobre las 20:00 horas... Solo nos queda agradecer al numeroso "grupo expedicionario" su interés y buena disposición respecto a las actividades del Ateneo, nos despedimos hasta nuestro próximo viaje...

A continuación y gracias a la deferencia y amabilidad de nuestro socio ateneísta Francisco Odero García, les ofrecemos un enlace (sólo hay que pinchar en el mismo) al amplio reportaje fotográfico que realizó durante el viaje. Esperamos lo disfruten....


Reportaje fotográfico