miércoles, 9 de noviembre de 2016

Grupo de Música del Ateneo de Sanlúcar de Barrameda.- Vídeo actuación.




El ateneísta, y miembro de la Directiva del mismo, Leandre Busquet, ha tenido la gentileza de poner a nuestra disposición, y del público en general, sus filmaciones particulares sobre actividades de diversa índole realizadas por el Ateneo de Sanlúcar de Barrameda

En primer lugar presentamos la última actuación del Grupo a raíz de la obra representada por el Grupo de Teatro del Ateneo: El viejo celoso de Miguel de Cervantes....


A continuación se adjunta enlace a la misma, (sólo hay que pinchar en él para acceder a su contenido)...

El viejo celoso: https://youtu.be/Ob3XVxDK2uI

Esperamos que la disfruten...


viernes, 29 de julio de 2016

Conferencia: La belleza está en tu interior, pero no toda.... Teresa de la Cierva.

El próximo viernes día 5 de Agosto, a las 20:30 horas, en los salones del Hotel Guadalquivir; la periodista Teresa de la Cierva impartirá la conferencia La belleza está en tu interior, pero no toda...




La entrada es libre hasta completar el aforo establecido.

Se ruega la máxima puntualidad a fin de no interrumpir el desarrollo del acto. Gracias.


martes, 12 de julio de 2016

De redentores, condenados y granujas de Samir el Ghoul.- Narración finalista en la XXV edición del Premio de Relatos Cortos del Ateneo de Sanlúcar.


De redentores, condenados y granujas.
Samir el Ghoul

Narración finalista en la XXV edición del Premio de Relatos Cortos del Ateneo de Sanlúcar.



Necesité una buena hora de tren desde Brusantaqui para llegar a Rixenaquil, aldea anclada en pleno corazón del medio de la nada. En el único andén de la estación me recibía un desconocido, verdadera escultura humana de dos metros de altura; se trataba de un caballero del absurdo, y fue por su propia boca e iniciativa que ese curioso detalle de tinte sectario saldría a la luz en una de mis visitas ulteriores.

Ya durante la caminata hacia su guarida nuestra relación se instauraba rápida y exitosa. Dejamos de lado todo preludio, me invitó a pasar, fuimos directo al grano y nos instalamos en el comedor para disponer de espacio suficiente y esparcir los documentos sobre la mesa. Litros de café goteaban de una máquina vetusta y abusada, único testigo aparente de la historia de su extraño dueño, mientras yo organizaba las conclusiones, pruebas y otras tantas letanías que Dorotea acababa de enviar a los involucrados.

La audiencia, una de tantas, iba a tener lugar ante la corte en menos de un mes. Del contenido de los documentos ya tenía cierta idea, pero para replicar frente a los jueces sería precisamente mi anfitrión de estreno quien me ayudaría a afinar mi lectura del texto, íntegramente escrito en la lengua vernácula de la Comuna de Hipocritania.

Otrora traductor, el caballero era hijo único de muleros sin educación. Muy a su pesar, había aprendido el hipocritanés a la perfección en un gesto evidente de pragmatismo total, para así lograr salir más o menos airoso de las tantas discordias sociales y lingüísticas de la Comuna a la que la vida lo había confinado. Desde niño su cotidiano había consistido en devorar libros y en hacer lo necesario para no caer en el mismo charco del que sus padres jamás habían salido. Llevaba jubilado un par de años, el dinero no le interesaba, y supe más tarde que publicaba ocasionalmente para la revista mensual del Colegio de Patafísica bajo el seudónimo de La Clota Zita-Py.

Habían pasado casi tres años de iniciada la querella legal entre mi persona –me llamo Leocadia Engulash, mucho gusto– y Urbain Grandier; de repente decía él querer ejercer sus derechos de paternidad sobre Minimalina, nuestra única hija, ella y yo expatriadas años atrás de mutuo acuerdo, homologado a la ligera y pese a sus inconsistencias por Marturbio. 

Para bien y para mal, la corte de Hipocritania se declaraba competente para tratar lo referente a Minimalina, y así, Dorotea y apoderado sacaban gran ventaja por su dominio total del idioma nativo, mientras que el caballero del absurdo y yo lográbamos arremeter in situ, carcomidos por la incertidumbre, pero con la verdad a favor. Y sin embargo esa verdad nos era como un objeto de lujo, obsoleto, caduco. Para nuestra contraparte hipocritanesa era una amenaza constante que no hacía sino azuzar su violencia hasta el delirio. Para nosotros, los no tan blancos y justamente por no tan blancos, era latente la posibilidad de que se evaporase y escurriese por las grietas de convenios internacionales existentes, raramente practicados en casos no relacionados con el secuestro transfronterizo de menores, sino que más bien estaban vinculados al ego y a las maniobras legales de un padre que se acordaba de sus derechos justo cuando alguien le hablaba de sus deberes, olvidados todos desde el instante mismo en el que puso a su hija en el avión. Caso un tanto ordinario, sí, surgido innecesariamente del virtuoso tejemaneje de Urbain para evadir el ejercicio de sus obligaciones, y agravado dramáticamente con su prosa siempre coherente, verosímil, fantásticamente nutrida de su Shakespeare, de su Molière, de su depravación y obsesividad, por tanto útil tan solo para divertirse envenenando su entorno. Resolverlo por la vía legal implicaba la confrontación de dos jurisdicciones geográfica y culturalmente adversas e irreconciliables, que no compartían sino un convenio sin alma firmado por más de medio planeta años atrás.

Pese a que la rectitud política ya había ganado gran rating por doquier, Dorotea y Urbain Grandier trajeron cuchillo de herrero a casa de herrero, evocando insistentemente la ralea de mis antepasados con el ánimo de golpear fuerte la psique de quienes más tarde emitirían el fallo, pues entre herreros… Marturbio a la cabeza, la ratificación tan demorada de la competencia internacional de la corte de Hipocritania, que inicialmente Dorotea y Urbain tanto temían pues aquello les suponía tener al sayón a la vuelta de la esquina, se transformó entonces en el debut de procesos legales oscuros y sobre todo eternos, durante los cuales el abanico que de un buen soplo barre con lo políticamente correcto se abría ipso-facto: «… Que la turca de la señora Leocadia Engulash y su turca familia» esto y lo otro; «… que el mercado negro y el comercio informal del país tercermundista de la turca de la señora Leocadia Engulash», esto, lo otro y lo de más acá… Con tal de ganar el caso, todo recurso y patraña parecían válidos para Urbain. Era como si se hubiese puesto a hurgar en la fosa común de los argumentos, hasta que ésta acabó por abrirse, su hedor humano nos regó encima a todos y, dictada la primera sentencia fuertemente influenciada por la brillantísima y atinada verborrea de Urbain, nos quedó bien claro que en Hipocritania la justicia había sido concebida por blancos con el único fin de que solo los no tan blancos cumpliésemos con ella a carta cabal.

Dorotea era uno de esos seres sin rostro, sin color, sin aura, zombificado y atragantado con su propia pequeñez. Condenado y triste ser. Venía de un caserío aledaño a Brusantaqui, sin rastro ninguno de paso de migrantes, insípido igual que ella; era primeriza no solo en las cortes, pues se estaba estrenando como madre, o sea que, de haberse puesto un segundo en mis zapatos hubiese dado por terminada la relación con su cliente de un buen mazazo en la cabeza; sin embargo, gracias al ingenio de Urbain lograba sostenerse sobre los rieles de un litigio cuya causa defendía mecánicamente y como por inercia. O por dinero. Mucho. Él dictaba, ella avalaba. La ecuación quedaba ya clara a tales alturas del camino. Él ya estaba de regreso cuando apenas ella iba, sin nunca caer en la cuenta de cómo su rol, en principio conciliador, se había reducido gradualmente hasta quedar para la posteridad como una simple firmante. Nunca se atrevió a mirarme directo a los ojos durante las audiencias, y mucho menos en la última, a la que llegó con una descomunal panza, a poco de parir. Algo le habrá removido en su conciencia el embarazo, asumo.

En Rixenaquil, absorto bajo la típica inmensa nube de café que su cafetera vetusta y cómplice emanaba, el que generosamente había aceptado reconectarse con lo irreal para tenderme la mano, leía, traducía, se fruncía o soltaba alguna carcajada seca cortada por el sarcasmo y la burla; en cuanto a mi persona, pese al vértigo que la lectura minuciosa de la prosa de Urbain me producía, lograba mantenerme más o menos firme. Lo único que en algo alivianaba mi carga era la constatación directa de la humanidad del caballero del absurdo, humanidad que me mostró un infierno en muy alta resolución, y humanidad que me ayudó a salir poco a poco de él.

En pleno corazón del mismo medio de la misma nada nuestras citas se sucedieron, siempre recluidos en su guarida, oasis, refugio, fortín o como se desee imaginar el cuadro, hasta el día en que nos llegó la tan temida notificación de que, irremediablemente, Minimalina tendría que cruzar el mar Pónico para rendir indagatoria.

Alta tensión cuando a la tarima subió mi dulce niña de trenzas rubicundas, impelida por la justicia a proferir la verdad y nada más que la verdad; a cada paso suyo veíamos su rostro transfigurarse, y quien finalmente se encontró cara a cara con los jueces resultó un ser de infinita e inesperada elocuencia, roído ya no por el temor sino por el hastío y la ira, bien dispuesto a denunciar el horror. De mi pobre Minimalina, que cuando le daba la buena gana por niña autista se hacía pasar, ni Marturbio ni ningún otro juez obtuvo la más mínima declaración, o mejor dicho, ninguna de aquellas declaraciones babosas y sin médula que apenas sirven para engrosar y subsanar expedientes desde siempre inertes. Y como si más bien la hubiesen subido a un rin, la muy insolente no tardaría en esparcir su poquito de donosura y en aventar un buen par de gracias, chicle en boca.

-Nombres completos, mijita.

-Tanta payasada, jueza Marturbio... 

?¿Nos cuentas algo de tu vida en el Sur?

-¿Qué? ¿Preocupada por mi bienestar? Si no fuese por su falta de nariz, y por ése que se dice mi padre, me la pasaría bomba en el Sur con mi mamá.

Tanto Marturbio como su séquito de jueces presentes, quienes pese a la longevidad de la querella no habían hecho hasta ese momento más que preocuparse por un supuesto dilema en torno a los límites de su propia competencia internacional –«que competentes somos, que no somos, que a lo mejor sí que lo somos para ciertos aspectos pero para otros, dado el desplazamiento de la menor y su nueva situación geográfica, por lo visto, no»–, además de ver a Minimalina como un objeto fácilmente divisible entre dos dueños, abrieron bien grande los ojos y se hundieron estupefactos en sus respectivos estrados. Mi hija adolescente y rebelde, detallitos de los que me percaté por primera vez con lo sucedido segundos antes, no parecía precisamente dispuesta a colaborarles, y con una destreza que erizaría a cualquiera se mantuvo tangente.

–Que todo acuerdo de matrimonio, dicen, no digo yo, debería redactarse como si se tratase del arriendo de una casa… por un año, por dos o incluso tres, si se quiere… ¡Y que luego todo quede automáticamente anulado! ¡Anule entonces de su agenda todo lo que tenga que ver conmigo, y que cada cual se vaya para su casa!

Algo le susurró al oído Marturbio al procurador general de la Comuna, que no sé qué diablos hacía allí. Ni ella ni ninguno de los del séquito se atrevieron a seguir con el interrogatorio. Solo tomaron un par de notas mientras Minimalina, con ojos de pantera y ceja alzada, les clavaba la mirada.

-¿Ahora sí ya me puedo ir?, que mi mamá y yo estamos con jetlag.

Dicho todo lo anterior, yo, complacida, apaciguada, estupefacta, agradecida, esperanzada y reconfortada con la suculenta movida de la joven declarante, logré apenas quitarle los ojos al cuadro tan pimentado y volteé hacia el caballero del absurdo, que había permanecido de pie, fantasmagórico, espalda contra el muro, lo más alejado posible del conciliábulo de jueces. Su obstinación inicial en no incorporarse a la manada de acusados y acusadores se sumaba ahora a su sonrisa victoriosa, apenas dibujada y no obstante visible. Pero su mirada me dejaba entrever que todo él acababa de ser succionado nueva y enteramente por su añorada dimensión de silencio, de la que yo lo había sacado; a ella volvía. Entre el runrún de los jueces que no lograban disimular su turbación y los crujidos de expedientes manipulados, vi como él iba girando cuidadosamente la manija del gran portón de salida para esfumarse desapercibido. 

Dos días después del improvisado e histórico despliegue de solidaridad por parte de mi Minimalina cruzamos juntas el mar Pónico, hacia el Sur, a esperar la siguiente arremetida del granuja de Grandier. 

Al caballero del absurdo le envié mensajes de agradecimiento. Un par de cartas me fueron retornadas; supuestamente el destinatario ya no vivía en la dirección indicada. Hasta la fecha, la revista mensual del Colegio de Patafísica no ha vuelto a publicar a La Clota Zita-Py. 

Ni Grandier ha arremetido, aunque sé que en cualquier momento lo hará; se lo leí en la cara a la salida de la corte, mientras Minimalina le seguía dando a su chicle, y mientras los jueces de la Comuna de Hipocritania seguían con su atónito runrún.


martes, 28 de junio de 2016

Lectura dramatizada de la obra El viejo celoso de D. Miguel de Cervantes y Saavedra.



El próximo viernes, día 1 de Julio, a las 21 horas y en el Salón de Actos de la Hermandad del Rocío de esta localidad, el Grupo de Teatro del Ateneo de Sanlúcar llevará a cabo la lectura dramatizada de la obra El viejo celoso de D. Miguel de Cervantes y Saavedra.

La entrada será gratuita hasta completar el aforo establecido.

Se ruega la máxima puntualidad dadas las características del evento...






sábado, 25 de junio de 2016

No soy una mujer sentimental de Andrés Morales Rotger.- Narración ganadora de la XXV edición del Premio de Relatos Cortos del Ateneo de Sanlúcar.



No soy una mujer sentimental
Andrés Morales Rotger

Narración ganadora de la XXV edición del Premio de Relatos Cortos del Ateneo de Sanlúcar.




      El Rector Magnífico de la Nueva Complutense en representación de la Ministra de Cultura, Gustavo Adolfo Bécquer y su busto somnoliento, el Ilustrísimo Sr. Decano de La Facultad de Filosofía, una réplica del retrato de Alfonso X el Sabio con todo y sus tablas astronómicas, la musa Erato, amabilísima precursora del amor y el desenfreno, y Gabriel del Valle, con sus cuatro años de cátedro de Poesía Romántica, cuarenta y cuatro de edad y acusada calvicie, fueron capturados sin clemencia por tarjetas clase 6 de un racimo de ópticas digitales. Sobre un formidable tablero de cedro descansan suficientes micros, un monitor por cada miembro del tribunal y las palmas del selecto claustro calificador abiertas sobre la mesa. La doctoranda asciende los cinco escalones del encerado, se abre paso entre saludos y cumplidos, y recibe la borla y el grado de doctor summa cum laude con la más distraída indiferencia. Y es que bien mirado tanta fiesta me deja fría.

      Atruenan los aplausos. Inmersa en la indolencia acepta de mala gana elogios y distinciones en nombre de la poesía femenina del 2015 y demás dibujos, como si no hiciera décadas que nuestras rimas superaron de largo la lírica masculina. Del acto guarda memoria un caos de testimonios gráficos en toda clase de soportes, almacenados tras setenta minutos de exposición detallada sobre la vida y obra de Leandra Luz, laureada poetisa del siglo XIX cuyo cadáver fuera hallado en extrañas circunstancias en un campo de cruces y lápidas. Ilustra la brillante tesis sobre la vida y muerte de Leandra un enjambre de imágenes donde se percibe el acomodaticio descaro de la oradora y la hiperestesia compulsiva del profesor Gabriel del Valle, tutor de tesis de la jovencísima ponente.

      Aun así, y a pesar de la ingente información gráfica recogida durante la lectura y el selecto vino español, nadie pudo determinar con exactitud cuándo fue que la recién recibida doctora abandonó la gala, ni por qué ni con quién se ausentaba. Ni cómo fue que el profesor Gabriel del Valle anduviera en su búsqueda durante un día entero con sus horas, antes de denunciar su desaparición.

      Adonde primero acudió Gabriel fue al hotelito de la villa donde se hospedaban. Lo de registrarse en ese hotel fue precisamente idea de ella, de esa joven inconformista de pelo azul y piercing en cejas y otros lugares por catalogar. Fue su pupila quien se encaprichó con la «suite romántica», pieza del siglo XIX que un día ocupara Leandra Luz, la poetisa objeto de su tesis doctoral. Pero de la joven doctora, ni noticia; lo siento. No, el recepcionista no la ha visto desde que cruzara el hall para acudir a la Complutense esta mañana, muy temprano, con el equipo de limpieza aún por medio. El encargado de recepción le transfiere una mirada servicial a Gabriel, y Gabriel suspira aliviado porque le aseguran que su equipaje descansa en la suite romántica. O sea: que no ha huido.

      —Pierda cuidado el señor —el gesto seco; muy tieso tras unos ojos que no parpadean—, los efectos de la señorita quedaron en la suite.

      De hecho, aquella víspera, la víspera de la presentación de la tesis, pupila y profesor estuvieron ultimando detalles y apuntalando el énfasis que convenía en cada tiempo de la lectura. Durante un rato corto, eso sí; pero convincentemente aplicados en diversos aspectos del romanticismo decimonónico español. Esclarecían conceptos relativos al cómo y al porqué le dedicó Leandra su poemario a una muchacha que habría de nacer en los albores del siglo XXI cuando, en algún momento, al tutor le distrajo un encaje tatuado en el delgadísimo muslo de la joven. El dibujo de una cenefa floral bordada en chantilly negro, irreal como ella, con poderes para provocar a Gabriel algo distinto cada segundo. Una liga tatuada y una pierna desnuda. Una mujer siempre dispuesta a desvestirse a acostarse a saltar de la cama sin ropa. A mostrarse con esa colección de metales que tomaban vida en su piel; esos piercing cuyo inventario elaboró un día el profesor del Valle, sin demasiado éxito. Siempre preparada para un amor más visceral que apasionado; absolutamente ciega a los sentimientos ajenos. Tal vez por ello, su director de tesis no interpretó que todo en ella sublimaba un final evidente. Un final acorde con el final de Leandra Luz y su carga de romanticismo. Me identifico al cienporcien con ella, Gabriel, no sé si me entiendes. Que cualquier detalle formaba parte de una despedida anunciada a voces. Follar con Gabriel, abrazar a Gabriel, acariciar a Gabriel. Despertar junto a Gabriel y redactar una nota precipitada: No soy una mujer sentimental.

      El jefe de estudios se quita las gafas y presiona sobre las cuencas de los ojos. Relee la nota que esta mañana pasara por alto y que ahora tanto le inquieta. No le convence. Su primera lección fue enseñarle a leer la mente como paso previo para leer poesía. No, no me gusta. No me encajan las cinco palabras que ha escrito. Las mejillas contraídas por lo que interpreta entre líneas. Del Valle cree conocer bien a la chica de los nueve piercing. Conoce el extravagante ambiente donde suele moverse, los modales de mujer permanentemente enojada, la perfección fotográfica de su memoria, lo de su adicción al tabaco turco, al kick-boxing y a los largos silencios. Y conoce su acalorada defensa al modo en que Leandra Luz trató a su protegida antes de quitarse la vida. El profesor Gabriel del Valle sabe de ella desde una tarde de lluvia que casi la atropella en un paso de peatones. Una desconocida que se le tiró encima, aporreó el capó y exigió que le abriera la puerta.

      —¡¿Circulas sin frenos, tío?! —Se le sentó al lado ensopada en lluvia. Una muchacha de aspecto oscuro y pelo pintado de azul; motera de cuero con hombreras y pantalón aventura reforzado. Pero ni en los inexpugnables pantalones ni en las Doc Martens que calzaba repararía nunca el profesor del Valle, anonadado por ver cómo discurría en milésimas de segundo su futuro inmediato.

      —Por los créditos. —Encendió un cigarrillo y se limitó a fumar el resto del trayecto a la Facultad, absolutamente abstraída. La sombra ahumada de los ojos apenas si se intuye entre espirales grises. Excesivo humo enroscado en la cara—. Me he apuntado a tu seminario, por los créditos; ¿me explico? Y por meterme en la obra de Leandra Luz y descifrar por qué le dedicó su poemario a una joven que no había nacido aún, que no habitaba sino en la inspiración de sus rimas, estando como estaba viviendo un cuento de hadas con una chica real, de carne y hueso. Su poemario NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD. Es algo que no me cabe en la cabeza.

      Así que aquel era el despacho del profesor del Valle. Anaqueles, una mesa de trabajo, otra de despacho, un HP DUAL CORE de sobremesa, ratón, teclado e impresora. Y bien, ¿cómo se le echaba la llave a la oficina? La joven del pelo azul atrancó con doble vuelta la puerta, aplastó un cigarrillo sin encender y se acopló a él entre una LÁSER MONOCROMO y el archivador de seis cuerpos donde Gabriel del Valle clasificaba los expedientes.

      —Me tendrás que ayudar. —Para cuando los pantalones reforzados alcanzaron la cintura de la muchacha azul, el hombre aún andaba entre la alucinación del orgasmo y el recuento de los piercing que horadaban las cejas, orejas, lengua, nariz, pezones, ombligo y talante de la nueva alumna.

      De una sola tacada, la muchacha de los nueve piercing se sacaba los créditos y se adentraba en la tesis doctoral. Bajo la tutoría de Gabriel del Valle o de forma autodidacta las más de las veces, la recién licenciada se aplicó en confeccionar el cuerpo de una tesis doctoral impecable. Obra de Leandra Luz y el amor por una joven que sólo vivió en la imaginación de sus versos. Sin aparente esfuerzo, la muchacha que en un futuro no lejano se definiría como una mujer romántica, pero en absoluto sentimental, desmontó anaqueles, reunió legajos, revisó ediciones definitivamente descatalogadas y se sumergió en la red hasta agotar al límite la profundidad de la banda ancha. Reinventó la vida y obra de Leandra Luz, la más romántica de las románticas poetisas del siglo XIX.

      —La poesía me disuelve la libido —el hecho de prender un cigarrillo le inspira un realismo incontestable. Siente el calor de la lumbre en una parcela de piel sin tatuaje y rompe a hablar sin rodeos—; en cambio Leandra Luz me pone.

      Pero en cuanto el alba se desprende de la noche, ella retorna a la terquedad del silencio y al estudio ordenado y aséptico. Devora cualquier información a su paso. Tal vez con ayudas prohibidas. La traiciona algún destello testimonial de coca en los ojos; aunque no es lo suyo. Lo suyo es el tabaco y nunca permitirá que el polvo blanco decida por ella. Lía un cigarrillo y lo lame. Le obsesiona el tabaco turco. La enloquecen los cigarrillos, los trenes, la última versión de cualquier software y la lírica romántica de Leandra Luz. A morir, me pongo a morir. Me recuerda a una profesora de piano de quien estuve enamorada desde niña. Cuando leo NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD siento que se me cae la ropa. Recito sus poemas y me veo viajando entre tinieblas por tiempo indefinido. En trenes con piel de carbón y fanales de luz polvorienta. La aún licenciada en literatura del siglo XIX se ha apeado del cercanías con el único propósito de caminar por la ribera. Lívida. Blanca como la última bandera de la paz. Maquillada para resaltar la palidez del rostro, lápiz de labios rojonegro, calcetines también a rayas, verdes y negros, piernas estrechas y alargadas como sombras. Al parecer, sólo el sexo le alivia de la ansiedad del ayuno. Porque nada me sabe mejor que verme delgada. Y a escasos pasos, Gabriel del Valle, sherpa contratado para acarrear con la ropa, la mochila del portátil y todo el mal disimulado deseo que le desfila por dentro.

      —Camino sobre sus huellas —se diría que la joven reconoce al centímetro las marcas de Luz en el limo de la orilla—, me consta que Leandra se bañaba aquí. Justo aquí.

      Se diría que también intuye el rastro que Leandra Luz dejara en el agua. El profesor, sin embargo, no llega a ver más allá del tobillo fino, los fibrosos gemelos y el tatuaje de una liga en la estrechez del muslo. Hacia el remanso descienden dos o tres huellas de gato montés tatuadas en la cintura, las lágrimas de sangre que vierte un ángel sobre el pecho izquierdo, y una pequeña hada gótica a un lado de la espalda, muerta de frío y miedo. Hunde ambos brazos en las aguas estancadas. Prolonga hacia delante un brazo en cuya cara interna se lee, nos amaremos en la eternidad, una frase que da nombre al poemario de Leandra y que obsesiona a la joven estudiante hasta el delirio.

      —Le debo una ofrenda al río —en ese lugar de la orilla aún hace pie. Se afirma en el fondo y con los brazos en alto se suelta del pelo un pasador que soporta una araña. Con una mano se moja la nuca y su rosario de vértebras. El cabello es un abanico de tela azul. Con la mano libre libera el alfiler de seguridad del broche—. Le debo un voto de sangre a Leandra.

      Se hará una incisión rápida valiéndose de la araña. De izquierda a derecha, sobre la arteria radial. Luego un segundo y tercer corte, muy lentamente, mientras recita alguna composición de Leandra Luz. Ahí tiene la poetisa su sangre hecha río, por los siglos de los siglos. Las primeras flores engastan en la conciencia del agua el color y el sabor de la sangre. Rojos de coral que la corriente se lleva sin oponer resistencia. Bermellones, púrpuras, encarnados, menstrual, carmesí. Los colores del agua enredados en el cristal frío del río, en los saltos del agua entre las rocas, en los guiños de una fuente de cuatro caños en el centro de una plaza. Rayos de sol.

      —¿Sabes que creo? —rayos de sol que la persiguen entre pórticos y se depositan sobre su cuerpo—. Que Leandra me imaginaba a mí cuando escribió NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD; su poemario más romántico.

      La plaza llena de sol. Y a un paso, él. Y en la distancia, la estela de rostros estupefactos que ella deja. Les hipnotiza el lustre del cuero, el metal que le traspasa la piel, su paso estirado para evitar el roce del aire. Cuando el sol comienza a cegarla se refugia en la palidez de una sombra. En aquella terraza, en aquella mesa.

      —Esa mesa me vale —Gabriel del Valle asiente. Se apoca. Ella es única y eso le intimida—; para mí agua caliente con limón natural. Una rodaja. —bajo el velador palpitan un pantalón aventura, ajado a pesar del refuerzo. La muchacha busca tabaco en los bolsillos de la pernera. Conoce el final del amor: siempre acaba por desmigarse. También reconoce su total carencia de síntomas emocionales; soy incapaz de amar, me lo han repetido mil veces. Que no he venido al mundo para nadie en concreto. Inclina la cabeza para encender el cigarrillo. En cualquier caso, aunque no sabe cuándo, presiente que está próxima la mañana en que escriba una nota y se despedía de él. De ese hombre. Contempla abstraída el humo que expulsa. Su humo frente a ella. En cuanto me sea prescindible lo saco de mi vida. El día que lea la tesis doctoral, por ejemplo. En la confusión del acto.

      Con un gesto brusco se desengancha de la mirada del tutor. Evita cualquier tipo de contacto ocular con ese hombre que aparta a manotazos el humo, que hace mucho dejó de fumar; un hombre muy lejos aún de desarbolarla. Abre los párpados y sólo ve una colilla aplastada en el cenicero. El agua con limón todavía quema; pero ella se apresura a tragarla para hablar. Para levantarse.

      —Nos vamos —a una señal de la futura doctora, el camarero se apresura con el platito de la nota. Deja caer algunos euros y toda su afilada indiferencia; paga ella. Dice conocer un lugar absolutamente romántico; manda ella—: me apetece acompañarte al campo de los poetas, Gabriel.

      Seis días antes de la lectura de la tesis doctoral. Casi una semana antes de que decida sacar de su vida al profesor; de redactar con tinta, plumilla y caligrafía gótica una nota de despedida. Un domingo de un noviembre sembrado de ciclámenes. En aquella villa alejada de la Nueva Complutense, una mujer con andares de elegida da la espalda a un hombre acartonado. Las sombras y el silencio se desplazan sobre la tapia del cementerio. Un muro alto, enjalbegado de luz blanca y acolchado de trepadoras que cuelgan como lágrimas. A la vuelta de la tapia prohibida, una verja de forja negra abrocha los viejos muros. 

      —Fue como un eco entre sueños. Lea me previno: no te permitirán pasar —sujeto al enrejado, un cartel informa que el acceso al camposanto debe tramitarse en la alcaldía. La muchacha lee el aviso y le dedica un puño fálico al consistorio. Está convencida que tras los barrotes hay una lápida y una mujer y un libro de poemas para ella. NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD. Aparta su frustración con un manotazo en el aire y media sonrisa de piedra—. Pásame el mechero, haz el favor.

      —¿Por qué hay tanto reproche en tus ojos? —La postura de diosa lastimada le golpea al profesor del Valle en el rostro. Otro más de los impermeables mutismos de aquella mujer sin respuestas para el amor. Por lo normal, la chica que surgió de la lluvia, que le golpeó el coche, que se enroló con él en una tesis romántica, que le reinventó la vida con caballo, humo y sexo, se maneja muy mal cuando no controla al cien por cien la situación. Ante el contratiempo de encontrarse ante el acceso cerrado del camposanto. La chica que un día echará a correr después de emborronar un mensaje, evita mirar a su tutor. Le niega los ojos, le niega el roce de su piel, y le responde a todo que sí para pensar en otra cosa mientras él le habla. Y todo por otra mujer, se lamenta en su fuero interno del Valle. Que una extraña de otro siglo le inspire a su oveja negra una tesis doctoral, no le entra en la cabeza. Una auténtica oveja negra que se ha venido a vivir a un planeta equivocado. A Gabriel del Valle le urge el alivio protector de la bebida. Necesita un trago. Incluso se plantea meterse sustancias más intensas. Y aun fumar, si con ello logra enredarse en el humo de la becaria. Le apremia reencontrarse con la chica de la verja de forja negra. Fundirse con ella en la moqueta del hotel después de secar la botella, a ver si de una vez le deja calcar el mapamundi de sus piercing. A intentar entre ambos que el sexo se haga amor y luego sexo y otra vez amor y otra vez sexo.

      Sobre la moqueta de la habitación reposa al menos una de las Doc Martens con fango del cementerio. Por algún lugar, el iPod y un pantalón reforzado. La chupa motera la sostiene sobre el hombro la chica de la nota, sólo para demostrar que hubo tramos del día que anduvo vestida. En la mesita hay un portátil permanentemente conectado vía wi-fi, tabaco turco, dos o tres cajetillas sin estrenar, otras sustancias tóxicas y un taco con el membrete del hotel. Y de espaldas al cobertor, un profesor de poesía que se debate prisionero entre los muslos de una muchacha, aguardando el indulto de un orgasmo. Sin noticias de la bota desparejada.

      —Los poetas somos mariposas nocturnas que buscamos la luz, Gabriel —los cambios en la percepción del tiempo y el desbloqueo de recuerdos reprimidos inducen a la muchacha del cabello azul a un estado lisérgico—: ¿buscamos la luz, no es cierto?

      Al día siguiente de volverse loca, la muchacha que hoy leerá su tesis doctoral descorre lentamente los párpados al contraluz gris de la mañana. Demasiada fruta prohibida en un abrazo sin espacios. Le toma un tiempo orientarse. Apoya la frente en la ventana. Nieva. Diminutas estrellas de nieve flotan en el aliento del invierno. El contacto frío del cristal acaba por apearla del sueño. Tropieza con un objeto negro. Una bota. Deambula mojada por la suite. Entra y sale de la ducha y recorre la habitación sin cubrirse, regando agua como el día que conoció a del Valle. Trata de encontrar sus cosas, la ropa que fue aventando anoche. El iPod, la minilencería satánica, el tálamo nupcial en su versión más impura, el sujetador por el suelo entre un revoltijo de cosas. Recoge la ropa y se cambia frente a él, a ver si tiene coraje para despertar y disfrutarla. Porque Gabriel se hace el dormido. Hace como quien se refugia en las grietas del sueño; pero está despierto. La verdad es que me hace gracia lo pasmado que es. Sus inseguridades conmigo. Cualquiera diría que lo forcé. Que lo forzara. Lo acogió, sí, en la humedad de su vientre, lo recorrió con las manos, lo envolvió con la boca; pero anoche en ningún momento lo forzó. Y hoy tengo que dejarte, Gabriel.

      La muchacha de los nueve piercing se echa el ordenador a la espalda y un cigarrillo a los labios. En la mesita hay una lámpara auxiliar, un rimero de colillas, restos de sustancias tóxicas, un bloc timbrado cortesía del hotel, un vaso largo y vacío. Tengo que irme ya. Quiero encerrarme en la biblioteca a echarle un último vistazo a mi manuscrito. Aun la escasa luz se distingue suficientemente el cuerpo inerte del cátedro, sus deseos apagados, la boca vacía de besos. Pegados a la almohada, las palabras y las risas y los jadeos de ayer. El rastro de unos dedos, su olor. Se va sin despedirse. Se arrepiente. Me arrepiento. Retrocedo hasta la mesa de luz y cojo el bloc. Escribo con la espalda apoyada en la cama, sentada en la moqueta. Pienso: no soy una sentimental. Y escribo: No soy una mujer sentimental. Procuro esforzarme con los caracteres góticos. Pienso: el amor me agota. Y escribo: Y el amor me agota demasiado. Busca un espacio despejado donde depositar la nota. Se aleja de la cama, del cuerpo del profesor.

      El recepcionista la ve apearse a golpe de cadera del romántico ascensor labrado en madera de nogal. PLANTA BAJA. Las púas azules, cortas, acabadas de salir del baño. Encara la salida. La acompaña el resplandor del cigarrillo escribiendo rimas de humo en el aire del hall. Empuja la puerta giratoria con el codo. Gana la acera y se adorna caminado por el encintado del paseo, al borde de perder pie. Nevisca mansamente. Una nieve que arrastra consigo esa luminiscencia sobrenatural que se adhiere a los copos. Y hacia donde el bulevar desaparece, la luz que toma cuerpo y comienzan a formarse los primeros azules en el cielo.

      La joven del cabello azul se ha plantado sobre el sudario blanco de la calzada, las manos en alto. Las manos contra la luna del cristal, las manos sobre el salpicadero del coche desconocido. Las manos de una mujer hecha de cuero y nieve.

      —Acércame al centro —ésta es su particular forma de desplazarse. Sin bicicleta, sin moto, sin necesidad de transporte público, sin peajes: abordando un coche y sacudiéndose como un san bernardo recién salido de un alud—; necesito un litro de café.

      Ordenó una ensalada especial de la casa y dos cafés, muy cargados y largos. Puede que el propietario del vehículo almorzara con la joven de la nota. Incluso pudo darse el caso de que se brindara también a acercarla hasta la Nueva Complutense. Comoquiera que sea, ocho horas después de abandonar al profesor del Valle, la doctoranda finalizaba la lectura de su tesis. Una palabra tras otra puestas sobre románticas cuartillas de papel de barba, en equilibrado desorden. Bebe agua, se aclara la garganta, coge aire y concluye la lectura, respetando hasta la última coma.

      Atruenan los aplausos.

      Inmersa en la indolencia más absoluta acepta de mala gana la borla y la toga. Acepto el grado de doctor summa cum laude y acepto todas sus músicas en nombre de la poesía femenina del 2015, como si no hiciera décadas que nuestras rimas superaron de largo la lírica masculina, digo yo. De su exposición sobre la vida y obra de Leandra Luz guardan memoria toda clase de soportes digitales, entre cuyo enjambre de colores se percibe el acomodaticio descaro de la oradora y la hiperestesia compulsiva del profesor del Valle (cuatro años de cátedro de Poesía Romántica, cuarenta y cuatro de edad, expresión alunada y mirada clavada en ninguna parte), tutor y mentor de la tesis. La jovencísima doctora se abre paso entre saludos y cumplidos y desciende los cinco escalones del encerado con la más distraída indiferencia. Otros cinco minutos más tarde, amparada en la confusión del selecto vino que se ofreció acto seguido, la doctora entraba en fuga y lograba evadir los ojos vacíos de Gabriel del Valle y la atención de algunas miradas curiosas. Y al cabo de cinco horas después, una muchacha de aspecto oscuro y cuero negro camina de noche hasta reconocer un río, y después un bosque, y después un camino que cerca la tapia de los poetas suicidas. De ahora en adelante ya no sería más la intrépida rebelde, ni la adicta de los nueve piercing, ni la doctora en poesía romántica del XIX. Es sólo un par Doc Martens en dirección a la verja del camposanto. Una mujer en la madrugada blanca del cementerio, frente a una cancela cuyo llavín debe solicitarse en la alcaldía, y una cerca por escalar.

      Elige un claro entre las trepadoras que abrigan la cerca. Toma carrera en dirección al muro. Coge impulso, apoya un pie contra el enjalbegado de la tapia y con los brazos extendidos alcanza la nieve acumulada en lo alto. Del otro lado de la cerca, la nieve cruje bajo unos pasos que buscan a Leandra Luz. Que ansían reencontrarse con la poesía que compuso para ella, que recitó para ella, que ella le inspiró. La chica que escribiera una nota sentada en la moqueta, con la espalda apoyada en la cama, camina ahora sobre las huellas de una poetisa que vivió mediado el siglo XIX; con la brisa de noviembre esculpiéndole el cuerpo. Puede que sobre el milímetro exacto donde pusiera Luz un pie tras otro, hasta el borde de la losa sepulcral.

      1990-2015; NOS AMAREMOS EN LA ETERNIDAD.

      Arrastra los dedos por el granito negro, salpicado de espejuelos de mica y plomo. 1990-2015; siempre le llamó la atención la coincidencia de fechas. También ella había nacido en 1990, como la supuesta mujer del epitafio. Y hoy era noviembre nueve. Casualmente, noviembre de 2015. Pero casualidad o no, pretender identificarse con una poetisa muerta tantos años atrás es síntoma evidente de locura. Como es de locos mostrarle a la nieve las huellas de un gato montés en la cintura, las lágrimas de sangre de un ángel sobre el pecho izquierdo, y la pequeña hada gótica en mi espalda, tiritando de frío y pánico. Pero hay que estar desnuda para conversar de tú a tú con la muerte. Vacío los bolsillos y prolongo hacia el corazón de las estrellas mis brazos. Nos amaremos en la eternidad, palabras, signos, cenizas de una voz. El título tatuado de los sonetos de mi amor cuyo libro me obsesiona hasta el delirio.

      Una mujer desnuda en un campo de cruces es una de las imágenes más alejadas de la realidad que existen. El piercing en el arco de la ceja, media nariz, media boca. El azul silencioso de los cabellos. Y Leandra la ve. Tendida sobre doscientos cincuenta kilogramos de piedra, dispuesta a dejarse poseer, impregnar, arrastrar, violar, romper. Intensamente obscena sobre una losa. Juro que ahora me ve. Que Leandra me ve desde el otro lado de la muerte; desde más allá del planeta. Me ve de espaldas o de medio lado, apuntalada sobre un codo como las antiguas cortesanas, con la vista puesta en otra dimensión. En el camposanto de los poetas suicidas, tendida sobre una lápida de nieve, junto a mis sustancias tóxicas. Al cabo será el polvo blanco quien decida cuándo voy a morir. Leandra lo ve. Leandra lo sabe. Leandra me ve desnuda, ve mi ansiedad, ve mis pensamientos.

      Desciende de la nada y me besa. Besa mi lápiz de labios rojonegro. Se tiende a mi lado y aprieta su costado contra el mío. Leandra es un imán que tira de mí. Me rodea con la incorpórea levedad de su brazo y me guía entre tinieblas hacia tiempos desconocidos. Es el abrazo de la eternidad, de la dicha infinita. Es la muerte que ya viene por la jovencísima doctora, por la muchacha de los nueve piercing, por la chica del brazo tatuado con trazos góticos. Porque enamorarse significa convocar a la muerte. Ceder a la insistente tentación del apacible parpadeo de la noche. A la luz blanca que la emborrona; que cae sobre su pelo azul. Que ocupa el campo de cruces y lápidas, sus mil años de silencio, y todo el perímetro que rodea la tapia enjalbegada. 

      La última chispa de pensamiento es para Leandra Luz. Antes de pasar al plano astral reconoce el beso de dos almas. Tengo quien me espera tras la puerta de una realidad diferente. La joven que escribía apoyada en una cama piensa en Leandra Luz antes de someterse a esa luminosidad que comienza ya a envolverla.


lunes, 20 de junio de 2016

Conferencia de J. J. Benítez: Un gran éxito de organización y público.



La conferencia que  Juan José Benítez nos impartió el pasado sábado, resultó un gran éxito de organización y asistencia;  público sanluqueño y otras localidades, de un radio superior al centenar de kilómetros, se dieron cita, llenándolo, en el salón de actos que la bodega de Herederos de Argüeso (nuestra gratitud por su incansable apoyo a Bodegas Yuste) tiene en la calle Mar, para poder escuchar las opiniones y reflexiones de este famoso y popular escritor y periodista....

Al final de su disertación se produjo un animadísimo coloquio que hubo que acotar dado que se estaba convirtiendo en casi interminable y las horas iban pasando sin sentir... Acto seguido, y de forma espontánea se formó una gran hilera de lectores aficionados, que cargados con volúmenes del autor, buscaban las dedicatorias y firmas por parte de su escritor preferido, así como llevarse un recuerdo gráfico con él, a lo que el señor Benítez iba accediendo sin mostrar ningún tipo de contrariedad o impaciencia, sino todo lo contrario... El Ateneo y la Bodega agasajaron a los asistentes con un inestimable y oportuno refrigerio, regado con fresca y aromática manzanilla de la casa, que reponía fuerzas y daba animación a grupos y corrillos donde se intercambiaban opiniones y experiencias en improvisadas e interesantes tertulias...

Por nuestra parte sólo nos queda agradecer a J.J. Benítez el detalle tenido con el Ateneo de Sanlúcar al haber atendido nuestra invitación y a nuestra intrépida ateneísta Liana Romero Vaughn, gran amiga de Juan José Benítez, por haber facilitado todos los contactos que fueron necesarios para llevar a buen fin esta importante cita... Por último, y no menos importante, nuestro más sincero reconocimiento a todo el equipo de la Delegación de Cultura del Excmo. Ayuntamiento y a los componentes de la Librería Forum, que, cada uno en su campo, contribuyeron de forma decisiva al éxito logístico del evento...


LuisFRey.
















jueves, 9 de junio de 2016

El Ateneo en Sevilla. Miércoles 8 de Junio de 2016.



El pasado miércoles, 8 de Junio, el Ateneo de Sanlúcar volvió a rendir jornada cultural a la capital hispalense... El principal motivo de esta excursión radicaba en la visita a la exposición temporal: Francisco Pacheco. Teórico, artista, maestro, en el Museo de Bellas Artes. Brillante exhibición del arte de nuestro paisano en una completa muestra que será bastante difícil repetir...






Continuamos con la estupenda exposición de fotografías: El impacto de lo viejo. Una mirada al pasado desde lo contemporáneo... Todo el material correspondiente a los fondos de la Fundación Cajasol, organizadora del evento...





Finalizamos la mañana en las instalaciones del Círculo Mercantil, en la calle Sierpes...





Desde allí nos encaminamos hacia la Plaza de la Encarnación a fin de reponer fuerzas, refrescarnos e intercambiar comentarios y experiencias...




Una vez hubimos terminado la grata y animada sobremesa, pusimos rumbo hacia nuestra última visita: el Palacio de los Duques de Alba, La Casa de Las Dueñas...



Tranquilamente deambulamos por múltiples dependencias, salas, jardines y patios que albergan una enorme variedad de recuerdos y magníficas obras de arte de todo tipo y manufactura... 

Con esto finalizo nuestra magnífica excursión, rindiendo viaje, de nuevo en Sanlúcar, sobre las 20:00 horas... Solo nos queda agradecer al numeroso "grupo expedicionario" su interés y buena disposición respecto a las actividades del Ateneo, nos despedimos hasta nuestro próximo viaje...

A continuación y gracias a la deferencia y amabilidad de nuestro socio ateneísta Francisco Odero García, les ofrecemos un enlace (sólo hay que pinchar en el mismo) al amplio reportaje fotográfico que realizó durante el viaje. Esperamos lo disfruten....


Reportaje fotográfico





miércoles, 4 de mayo de 2016

Aplazado el XXIX Pregón de la Feria de la Manzanilla 2016.



Debido a que los pronósticos para el próximo domingo, día 8, avisan de abundantes lluvias a lo largo de la jornada; el XXIX Pregón de la Feria de la Manzanilla, queda aplazado para el domingo día 22 de los corrientes con idéntico lugar de celebración y horario

Rogamos disculpen las molestias... 

La Junta Directiva del Ateneo de Sanlúcar de Barrameda.






miércoles, 9 de marzo de 2016

Conferencia: La evolución de la Semana Santa en Sanlúcar en los últimos 60 años, por Don Miguel Ángel Zambruno Cerdán.



El próximo jueves día 10 de Marzo, a las 20:00 horas, en el salón de actos de la Biblioteca Municipal; Don Miguel Ángel Zambruno Cerdán, cofrade sanluqueño, pronunciará la conferencia: La evolución de la Semana Santa en Sanlúcar en los últimos 60 años.


La entrada será libre y gratuita hasta completar el aforo determinado.

Se ruega la máxima puntualidad a fin de no interrumpir el normal desarrollo del acto. Gracias.



jueves, 28 de enero de 2016

Antonio Piñero presenta este viernes su último libro, Guía para entender a Pablo de Tarso.- CAMBIOS.



AVISO: Este acto cambia de fecha y ubicación...

Pasa a celebrarse mañana viernes, a las 20:00 horas en el Salón Rojo del Palacio Municipal...

Disculpen las molestias...


domingo, 17 de enero de 2016

Reunión - tertulia mensual para coleccionistas.



El próximo miércoles, día 20 a las 20 horas, tendrá lugar nuestra ya habitual reunión mensual para coleccionistas y simpatizantes. La asistencia es libre y bienvenida; pasamos un buen rato de tertulia, noticias, opiniones, proyectos e intercambios de materiales coleccionables... ¿No os apetece?...